miércoles, 23 de enero de 2013

Una vida junto a Pérez-Reverte

El primero fue Limpieza de sangre (1997). Mi padre suele leer en el baño y he crecido viendo un par de libros en la banqueta (¿se sigue diciendo banqueta?) que hay en mi casa junto al váter. Esos libros cambiaban cada tres o cuatro meses, tiempo en el que mi padre los devoraba mientras hacía aguas mayores, para ser sustituidos después por otros dos. No fue demasiado romántico, pero así empezó mi relación con Arturo Pérez-Reverte. Cagando. 

Tendría yo unos doce años cuando la llamada de la naturaleza me invitó a sentarme en el frío trono marca Roca (en invierno, mi casa de techos altos es imposible de calentar) y decidí echar un vistazo a uno de los libros mientras procedía a evacuar. Fue entonces cuando me topé por vez primera con el tal Arturo. Leí por leer un par de páginas y cuando finalicé mis funciones en el baño decidí llevarme el libro conmigo para ver hasta donde llegaba aquello. Por aquel entonces yo sólo leía Marca y As, nada de literatura. Pero Limpieza de sangre me encandiló. Era (y es) el segundo libro de la saga del Capitán Alatriste, y aún sin haber leído el primero, Íñigo de Balboa, Diego Alatriste y Francisco de Quevedo me cautivaron.



Por supuesto, cuando finalicé Limpieza de sangre corrí a leer el primer libro de la saga, que mi padre guarda con pulcritud en su despacho junto a muchos otros, y posteriormente continué con El sol de Breda (1998). Hoy estoy terminando El puente de los Asesinos (2012), último libro de la saga. El séptimo ya. 

Pero por suerte no me quedé en el binomio Pérez-Reverte/Alastriste. Una vez despachado El oro del rey (2000) dejé descansar la saga del Capitán por un tiempo y decidí comprobar si el fulano cuya manera de escribir tanto me absorbía le echaba también bemoles con otros libros. Volví al despacho de mi padre y cogí los dos tomos más finos. No quería expandirme mucho en mi juicio de valor sobre Pérez-Reverte y a decir verdad contaba con el prejuicio de que ese hombre sería un escritor de un solo personaje. Craso error. Me quedé boquiabierto con La sombra del águila (1993) y con Cabo Trafalgar (2004). Leí el primero en una tarde y el segundo en tres días. Lloré con los arrestos y el arrojo del capitán García en el primero. Me emocioné con el honor y el pundonor resignado de Carlos de la Rocha. Comencé a comprender cómo había sido España, grande y miserable a la vez, gracias a todos ellos. Por supuesto, el Capitán Alatriste ya me había enseñado que los españoles éramos excelentes siervos para deplorables señores. Pero la crudeza de estas dos pequeñas obras de artes me hizo apasionarme por la historia más que cualquier profesor.


De modo que decidí seguir. Con Coy, en La carta esférica (2000), Pérez Reverte me enseñó lo que es la mar, nociones básicas de pelea y grandes lecciones sobre la crueldad del hombre. La tabla de Flandes (1990) y La piel del tambor (1995) me cautivaron y me hicieron amar al ajedrez y a Sevilla respectivamente. Pero fue con La reina del sur (2002) con el libro con el que alcancé el orgasmo literario. A esas alturas había leído ya a muchos otros autores y sinceramente nunca me atrajeron los libros en los que una mujer era la protagonista. Con Teresa Mendoza cambié completamente de opinión. Pérez-Reverte plasmó lo valiosa que puede llegar a ser una mujer y me incitó a buscar una dama con arrojo, dulzura, mala leche, inteligencia y empatía. Por suerte, creo que la tengo.

Por supuesto, no todo lo que ha escrito este señor me ha flipado, no se vayan a creer. Tanto El maestro de esgrima (1988) como El pintor de batallas (2006) me decepcionaron, quizá por mis altas perspectivas una vez leídas las obras de arte que antes mencioné. Entiendo que ambos libros ayudasen en don Arturo a expresar cosas que llevaba tiempo queriendo soltar, y respeto que se decidiera a hacerlo. Puede que para él estos sean dos de los libros más satisfactorios a título personal. Pero yo leo para calmar mi alma, no para ver cómo se la calman otros.

Por suerte, Daoiz y Velarde entraron a navaja en mí con Un día de cólera (2007), y la cosa continuó más recientemente con El asedio (2010) gracias a un buen tipo como Pepe Lobo, bien acompañado por el inolvidable Ricardo Maraña, un hombre que resume todas las cualidades revertianas y que quizá sea mi personaje favorito de todos los que aquí menciono.


Comprobarán que nunca leí por orden cronológico, sino por el orden que me salía del forro cada vez que entraba al despacho de mi padre. De hecho, aún me queda por leer El húsar (1986) y El club Dumas (1993). Y por supuesto, el recién publicado El tango de la Guardia Vieja (2012), obsequio de mi Teresa Mendoza particular. 

A lo largo de mi vida he leído otros muchos autores y otros tantos libros. Muchos me han fascinado incluso más que cualquiera de los que he mencionado aquí. Pero Pérez Reverte ilustra una vida. Sus libros reflejan lo que soy, lo que quiero ser y lo que jamás llegaré a ser. Son páginas con sueños rotos, esperanzas frustradas, momentos mágicos y espíritu de lucha. Con ellos he buscado y encontrado a la gente que me ha rodeado durante toda mi vida. Y me voy a la cama satisfecho sabiendo que he conocido a mi Ricardo Maraña particular, mi Teresa Mendoza perfecta o mi capitán García ideal. Todo ello aliñado con valores como la lealtad, la resignación, o el empeño. Y sobre todo, con mucho apretar de dientes.

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