viernes, 30 de agosto de 2013

Cuando ya no sabes qué pensar

A priori, Hosni Mubarak era el malo. ¿Un dictador que llevaba décadas en el poder y que reprimía violentamente a los manifestantes de la Plaza Tahrir?. Malo, malísimo. La cosa estaba clara y era fácil adoptar una posición maniqueísta en la que nuestro apoyo incondicional debía ir para los promotores de las protestas. Poco más tarde, el ejército egipcio, que finalmente había apoyado al pueblo en la caída del régimen, asumió el poder mientras que, según decían, se convocaban elecciones y se creaba una nueva constitución. Esto conllevó nuevas protestas debido a la lentitud del proceso y a las sospechas de que las fuerzas armadas pretendían perpetuarse en el poder mediante una dictadura militar. Ante este panorama, el observador neutral volvió a ponerse de lado de los manifestantes. Y es que el binomio militares-poder estaba muy mal visto. De nuevo, resultaba sencillo posicionarse.


Al fin, Egipto gozó de elecciones libres y los Hermanos Musulmanes, con Mohamed Morsi a la cabeza, asumieron la gestión del país. Así lo quiso el pueblo, no había debate posible acerca de su legalidad. Y fue a partir de ese momento cuando nuestros puntos de vista, que tan claros parecían, comenzaron a enredarse. Ver a islamistas gobernar un país no nos daba buena espina. Sin embargo, los Hermanos Musulmanes habían luchado contra Mubarak y contra el ejército egipcio, por lo que asumimos que estaban de nuestro lado. ”Enemigos de la dictadura-amigos nuestros”, pensamos, y dimos nuestra aprobación.

Pero poco a poco comenzaron a llegar noticias que no nos gustaban. Morsi parecía propasarse y adoptó medidas basadas en la ley Sharia. Los islamistas, que habían alcanzado el poder democráticamente, comenzaba a comportarse de manera contraria al estado de derecho, o al menos eso leíamos en los periódicos. Así, comenzaron de nuevo las protestas, y el ejército se alineó con los manifestantes, dando un ultimátum a Morsi. O dimitía, o los militares actuarían. A esas alturas, emitir una opinión formada sobre Egipto no sólo resultaba complicado, sino también contradictorio. Nuestro primer impulso era apoyar de nuevo a la multitud que se manifestaba en la Plaza Tahrir. Por el contrario, era cierto que Morsi era el presidente electo y que el ejército, del que aún desconfiábamos, debería respetar lo que dictaron las urnas.


Pero no fue así. Los militares llevaron a cabo un golpe de estado (a pesar de que Occidente quiera disfrazarlo con otros términos), detuvo a Morsi y comenzó una represión salvaje contra los islamistas. Partidarios de los Hermanos Musulmanes protestaron activamente, de nuevo en la Plaza Tahrir, y en esta ocasión ya no supimos si lo correcto era apoyar a los manifestantes y exigir que se reinstaurara lo que se había elegido democráticamente, o bien permitir que un golpe de estado marcase unas pautas más justas, con todo lo que saltarse las reglas del juego implica.

Ahora, cuando veo cientos de muertos por las calles de Egipto, me pregunto de qué lado estoy. Y definitivamente ya no sé qué pensar.